Por Margarita Cedeño/Listín Diario
Una de las manifestaciones violentas de la violencia de género es la violencia sexual. Según las estadísticas mundiales, 6 de cada 10 mujeres ha experimentado por lo menos algún acto de violencia en su vida, mientras que 3 de cada 10 mujeres mayores de 15 años han sufrido violencia sexual en los espacios públicos. Es preocupante, porque ya sea acoso, abuso o agresión, son acciones de mucha gravedad que comprometen la integridad física y emocional de la mujer, con consecuencias catastróficas.
Mujeres de todas las edades y latitudes del mundo pueden atestiguar sobre cuán común es la violencia sexual, porque en la mayoría de los casos los registros oficiales tienen subestimaciones, puesto que solo el 5% de las víctimas adultas de violencia sexual, realizan las notificaciones correspondientes a los organismos de seguridad.
Las razones son varias. Podría ser la existencia de sistemas de apoyo inadecuados, la vergüenza, el temor o riesgo a represalias, a ser culpadas o que no crean la denuncia o también el estigma social que persigue a las mujeres violentadas sexualmente. Son realidades que hay que tomar en cuenta, al momento de plantear políticas públicas que aborden la problemática.
Evidentemente, del lado del agresor, también hay que tomar en cuenta los factores que facilitan la violencia sexual. Un estudio elaborado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) identificó los factores que aumentan el riesgo de que los hombres cometan actos de violencia: la pertenencia a pandillas, el consumo de drogas y alcohol, personalidad antisocial, exposición en la niñez a violencia en el hogar, antecedentes de abuso físico o sexual, escasa educación, ser infiel y la cultura machista.
Y de igual manera, existen factores comunitarios y sociales que facilitan las agresiones sexuales, ya sea que existan normas sociales favorables a la superioridad masculina o que las sanciones jurídicas y morales sean poco rigurosas.
Las consecuencias de la violencia sexual son nefastas para la mujer. Van desde un traumatismo ginecológico hasta la depresión y el suicidio. Por ello, se necesita, con urgencia, una respuesta integral a la violencia sexual, desde un enfoque de la norma social, de la presión que podemos ejercer los ciudadanos para que estos actos, por mínimo que parezcan, sean condenados y detenidos antes de que desencadenen en lo peor.
Si dejamos que el acoso sexual siga siendo parte de la vida cotidiana, daremos paso a la restricción de la libertad de la mujer. Campañas de reconocimiento internacional, como es el caso del movimiento #MeToo que ha tomado impulso desde Estados Unidos, aportan a que el tema se mantenga en la palestra pública y genera presión hacia quienes tienen la potestad de cambiarlo.
Pero el cambio inicia en los hogares, en la formación de los varones, para que hagan de la equidad de género un pilar de sus vidas, y en las mujeres, para que sepan detener la violencia, desde la primera agresión.
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