La locura de Digenor

Tony Pérez
No sé qué demencia podría inducir a un ser humano a amputarse las canillas porque le sobresalen a la sábana con la cual se arropa.
Mientras un siquiatra me enseña sobre la posibilidad real de un acto de adecuación tan cruel salido de mi pobre imaginación, lo asocio al hecho concreto de la adaptación de las normas que ha apresurado la estatal Dirección General Normas y Sistemas de Calidad (Digenor) en medio de la aguda crisis de los embutidos causada por la publicación de los resultados “mortales” de una investigación patrocinada por su hermano, el Instituto de Protección al Consumidor (Pro Consumidor).
Con la saludable disposición de reducción de los excesos de los dañinos colorantes y preservativos, ha colado la disminución de los porcentajes de proteínas a 50 por ciento o menos de lo exigido hasta el momento para tales productos. Es decir, ha decidido que ahora será más insignificante la cantidad de carnes en los salamis, lo cual es un atentado a los derechos del consumidor.
Desconozco la explicación “científica” o de Relaciones Públicas que darán para justificar su “adecuación” en coyuntura tan delicada. Pero a mí, como ciudadano, la acción me huele a traición a su responsabilidad social y a un acto estúpido, por inoportuno, que solo mella más la imagen del Gobierno saliente.
Nadie le creerá que la medida adoptada apuesta a la defensa de los 9 millones de habitantes que pueblan este pedazo de isla. Su credibilidad ha rodado y será difícil restaurarla. Lo que se ve ahora es la pérdida de su pertinencia. Todo por una imbecilidad que la mayoría asume como adocenamiento al poder más que una respuesta científica de buena fe que garantice la salud del consumidor.
En la percepción pública predomina la idea de que Digenor, más que un organismo responsable de establecer normas y sistemas de calidad para beneficio de todos y todas, es un sastre con servicios personalizados, experto en trajes a la medida, o un arreglista de música.
Así, cuando haya conflictos con los engaños en la venta de gasolina, la gente esperará una nueva norma o algo parecido mediante la cual establecerá en dos botellas el galón y el octanaje en – 10. Cuando se agrien las quejas con el robo en la venta de gas licuado de petróleo, decidirá –según los perceptores– que los usuarios carecen de razón y que cien libras de tan necesario combustible equivalen a cincuenta y, contrario a lo que dicen, tiene la óptima calidad. Cuando al pan le echen más levadura de la cuenta y lo hagan crecer de manera desproporcionada y mientan sobre su peso para aumentar el precio, esperarán que la entidad oficial los desmienta para favorecer a los propietarios de panaderías. Cuando vuelvan las denuncias sobre la calidad del agua embotellada, no tendrán dudas de que anunciará de inmediato que se trata de un atentado a la industria nacional y que tal producto carece de bacterias malignas para la salud. Cuando expendan medicamentos falsificados en laboratorios barriales o de “prestigio”, apostarán a que callará o anunciará con pompas en los medios que solo hubo error en las etiquetas. Cuando alguien denuncie que jugos o refrescos están descompuestos, para el pueblo, responderá que se trata de un plan macabro para desacreditar porque se fabrican conforme a las exigencias internacionales…
La inusual decisión de Digenor queda en el imaginario social como la actitud de mi loco imaginario, que se recorta las piernas porque la sábana es insuficiente para cubrirle del frío. Aunque otra haya sido su intención, paga su locura con una peligrosa pérdida de credibilidad.
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