Por Manuel Hernández Villeta
La revolución francesa, madre de la emancipación y la libertad del hombre moderno, arranca no por la disconformidad de los barones, ni los malhumores del rey.
Es aguijoneada por los artesanos, los herreros, los sastres, los vendedores de chucherías, las prostitutas, que vendian sus caricias, golpeadas por la desesperanza, y sabedores de nunca podrían escalar posiciones sociales por encima del lodazal en que vivían.
Pero la catapulta de la revolución francesa es la falta de pan. Comida fácil y tradicional en prácticamente todo el mundo, el pan era el alimento más barato al alcance de la plebe sin nombre.
Cuando escaseó el precio del pan, y a esa multitud de carne de cloaca le llegó el momento de pasar hambre por no tener dinero para comprarla, comenzaron los estallidos de sectores que nunca habian protestado.
Los sin techo, los sin nombre, los sin castas, los que nacen y mueren y no importa quienes son, queman La Bastilla por dos razones; para poner en libertad a los presos políticos y para saquear los depositos de harina y alimentos de la realeza.
Unido a cualquier otra consideración social que usted quiera, la Revolucion Francesa tiene su inicio glorioso en la falta de comida, la ausencia de pan en la mesa de los pobres y la incapacidad de generar recursos para esos miserables procurarse la comida diaria.
Es precismente uno de los grandes novelistas franceses, Víctor Hugo, quien personifica la desgracia de una sociedad que a pesar de terminar con el reinado, no controla el hambre y la miseria, y sigue sumida en la mayor de las miserias para el resto de la población.
Víctor Hugo nos presenta a ese hombre sin nombre, sin familia, sin trabajo, con fuerza bruta que a nadie le interesa, que puede vivir o morir, y eso no vale para nada, como el caldo de cultivo de los cambios sociales.
La revolución de La Bastilla se dio con hombres como él, pero sigue con sus miserias al hombro cuando Víctor Hugo lo toma en la Rebelion de junio 1832.
Jean Valjean, prisionero por más de 20 años, toma conciencia de su realidd y su medio ambiente, y vive la caída del viejo sistema, la frustraciones de la revolución y entra con los albores de una rebelión que da paso a las barricadas populares.
Pero Valjean lleva el sello de prisionero en sus brazos, lastrado por el calor y los residuos de las minas, una vida perdida por una castigo demasiado severo a la pena cometida.
Valjean robó un pan de un escaparate para no morirse de hambre, y fue condenado como un criminal. En el ambiente de corruptula de la Francia imperial, habría que ver si primero no tenian que ir los reyes al cadalzo antes que a un Nadie condenarlo a prisión pérpetua por robar un pan.
La sociedad dominicana debe darse un golpe de pecho cuando una mujer tiene que robar en una tienda para conseguir la leche para mantener a sus hijos muertos de hambre.
El robo debe ser amonestado por la violación a la ley. Nunca se debe usurpar lo ajeno, sea una lata de leche o millones de pesos. No se puede justificar el robo, sea de una mujer en chancleta o de un alto empresario de jet privado.
Pero si este caso demuestra que la sociedad dominicana está enferma por las graves desigualdades sociales que la acorralan. Es necesario que haya una justicia distributiva y que a cada mesa, de acuerdo a su esfuerzo y su trabajo, llegue el pan diario.
La vergüenza de una mujer junto a varias latas de leche y sus niñas menores de edad, no es para su familia, sino que debe ser para toda la sociedad dominicana. Hay grasas injusticias sociales que prevalecen en el siglo 21, y el deber y el trabajo de cada dominicano es eliminar esa situación.
Abogamos por un gran pacto para el desarrollo entre todos los sectores nacionales, porque impulsar el tren del progreso no puede ser obra aislada de un gobierno, ni función publicitaria del gran empresariado.
Hay que comenzar a buscar soluciones a la miseria extrema.