Artículo escrito por Carmen Imbert Brugal y publicado en La Lupa Sin Trabas
La censura previa no existe en nuestro ordenamiento jurídico. La libertad de expresión es una conquista democrática. Su disfrute implica el respeto al honor, a la intimidad, a la dignidad.
Su ejercicio tiene el límite de la infracción, la palabra no puede convertirse en crimen ni delito. Desde el poder, el desenfado verbal, tiene connotaciones políticas, no penales.
Jefes de Estado, congresistas, miembros del poder judicial, gozan de inmunidad. Desnudan el alma sin consecuencias. Confiesan e imputan, sin compasión ni temor.
No todos transforman la función pública en opereta ni tienen una Dirección de Ética e Integridad como heredad para guarecer complicidades”.
Augusto Pinochet jamás escondió su proclividad al crimen. Detrás de la defensa a la patria y de su repulsa al comunismo, levantaba su guadaña sin recato. Sus frases macabras son antológicas. Durante el horror argentino, la crueldad verbal competía con la real. Siempre es útil recordar que el general Saint-Jean, gobernador de Buenos Aires, hizo una proclama sangrienta al estilo de Millán Astray con su ¡Viva la Muerte! “Primero mataremos a los subversivos; después mataremos a los que colaboran con ellos; luego mataremos a los indiferentes; finalmente mataremos a los tímidos”. Con gradaciones, diferencias de espacio y tiempo, de competencia, bajo el sambenito de la razón de Estado o de la conveniencia privada, el desparpajo se repite, hiere e irrita.
La Constitución establece que la desigualdad entre connacionales proviene de los talentos y las virtudes. No existen títulos de nobleza ni distinciones hereditarias. A pesar de la disposición, desde la fundación de la República existen clanes empeñados en demostrar y hacer valer sus privilegios. Legiones de rufianes delinquen, generación tras generación, y apabullan con amenazas, extorsión, dicterios y vías de ejecución, a quien se atreve a enfrentarlos.
Gobernantes van y vienen y optan por alimentar a esas fieras. Saciando su voracidad, evitan el zarpazo. La canonjía es su guarida, usurpan cotos del Estado y entonces el rugido es más estridente. Empero, la inmunidad se ha democratizado, trátese de servidores públicos o simples contribuyentes, además del atentado a la dignidad, la admisión o el anuncio de la comisión de alguna infracción, es algo común y aceptado. Políticos, empresarios, profesionales liberales, militares, curas, hombres, mujeres, jóvenes y adultos, blancos, negros, mestizos y cuarterones, se atreven a decir y hacer con desfachatez intimidante. Delinquen hablando. Es canalla tonante cuando alguien se atreve a blandir los códigos en su contra; fandango anárquico con dispensa, sin distingo de clases y sin frontera. Conscientes de la imposibilidad de juzgamiento, se suceden las provocaciones, la aceptación de culpas, sin temor a la represalia condigna.
La plaza pública es su estrado, desprecian el tribunal. Apuestan a la absolución de la multitud manejada con la emoción. Por eso no es escándalo que un servidor público agradezca donaciones espurias y se atreva a decir que vive como rico pero siente como pobre. Un diputado justifica la sustracción de una menor como si fuera una hazaña. Que un ex presidente del colegio de abogados se ufane de alterar el orden público y disparar su arma de fuego, no es más que imagen de televisión y anécdota sin sentencia. Tampoco inquieta que un caporal de la infamia amedrente a quien se atreva a mencionar su nombre o a comentar las maniobras fraudulentas hechas por un pariente, para la obtención de beneficios, a costa del erario.
La democratización de la inmunidad iguala a los protagonistas en el desprecio por sus congéneres y por las instituciones; la diferencia está en los clientes y protectores de cada uno. No todos transforman la función pública en opereta ni tienen una Dirección de Ética e Integridad como heredad para guarecer complicidades. No todos tienen su adarga rota por la catadura de sus mandantes ni son depredadores de honras ajenas, difamadores conspicuos, dueños del escenario, gracias a la impunidad. Esos, trepadores seculares, exhiben un descaro que no resiste la exposición a rayos X, porque develarían legendarias miserias y sempiterna vileza.
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