Artículo publicado en el periódico HOY
Por Rosario Espinal
En las últimas dos décadas, diversas encuestas ha mostrado que un alto porcentaje de la población dominicana considera que la corrupción en un grave problema en el país. Sin embargo, durante este tiempo, pocos políticos han sido juzgados, y mucho menos encarcelados. ¿Cómo explicar esta situación? Se me ocurren dos hipótesis.
Primera, no hay tal corrupción. Un amplio segmento de la población dominicana tiene una percepción distorsionada de la realidad producto de una desconfianza injustificada en los políticos y una campaña mediática que los presenta como corruptos. Segunda, hay mucha corrupción aparejada con impunidad, razón por la cual los políticos salen casi siempre ilesos de sus fechorías.
Probar actos de corrupción cuando no hay intención de sancionarla es muy difícil. Las querellas se abortan antes de que se ejecute o termine una investigación, o las acusaciones derivan en un dime y te diré político, donde acusados y acusadores se deslegitiman mutuamente.
Ante esta situación, la percepción de alta corrupción persiste en la población y el foco de acusación se concentra temporalmente en los políticos que salen del poder, hasta que pasa el tiempo y la furia de la gente se diluye. Victimarios se convierten en víctimas y corruptos en santos.
Siempre hay un borrón y cuenta nueva. El PRD se lo otorgó a los reformistas en 1978. Balaguer la cargó contra Salvador Jorge Blanco porque llegó al poder con precariedad electoral y necesitaba un blanco de ataque. Hipólito Mejía absolvió a Leonel Fernández y luego Fernández a Mejía. Por último, Danilo Medina absolvió a Fernández con un llamado a no tirar piedras hacia atrás. Los jóvenes llenaron el vacío con los juicios populares como simbolismo de insurrección, y el caso fue ahora archivado en la fiscalía con tecnicismos jurídicos.
Cada grupo político que llega al poder recibe un borrón y cuenta nueva por una sencilla y lamentable razón: que los políticos puedan seguir distribuyendo el pastel estatal sin grandes presiones. Esta lógica política ha acostumbrado un segmento importante de la población dominicana a aceptar la corrupción como un mal inevitable y ser parte de ella.
En relaciones de poder tan desiguales como las que se dan entre gobernantes y gobernados, es muy difícil para la ciudadanía preparar expedientes contra los políticos. Por eso, impulsar el adecentamiento del Estado requiere que los poderes públicos aumenten su compromiso con la ética y la transparencia. Sin eso es imposible luchar contra la corrupción porque el gobierno y toda la clase política tienen más poder que cualquier otra fuerza social, excepto en los casos esporádicos de la historia de amplia insurrección.
La lucha contra la corrupción es eminentemente política, no puede ser de otra forma, y requiere de una fuerza política con apoyo en la sociedad que la enfrente. La lucha contra la corrupción necesita también funcionarios que se inmolen por esa causa. Pero estos procesos ocurren cuando en la sociedad hay suficiente demanda para que el Estado sirva a la ciudadanía, no a la clientela; cuando la eficiencia y la transparencia son más rentables que el soborno; cuando mucha gente tiene la posibilidad de ascender económica y socialmente sin pasar por el gobierno.
Países como República Dominicana con mucha pequeña burguesía y poca burguesía, difícilmente transitan hacia estadios de desarrollo con menos corrupción. No basta con que la gente diga que hay corrupción si no hay fuerza política con capacidad de impulsar la lucha anti-corrupción. No la hay en los partidos, no la hay en el Estado, ni en la sociedad. Entonces, ¿quién le pone el cascabel al gato?
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