Por Juan Carlos Mejía Aquino
Si existe algo en lo que debemos estar claros los dominicanos es que, desgraciadamente, las escenas de feminicidios continuarán en el país, como si fuera algo predestinado, llevando dolor a la familia dominicana. La razón es sencilla: no existe una visión clara a nivel institucional sobre cómo enfocar la problemática de la violencia contra la mujer de manera integral.
Y todo esto tiene un origen claro y sostenible: nunca ha existido la voluntad política para crear y poner en marcha un programa serio, a corto, mediano y largo plazo; que integre a todas las instituciones del Estado, en primer término, y luego a las universidades, escuelas, sindicatos, institutos, grupos estudiantiles, profesionales, ONGs y otras entidades, en el combate de este flagelo.
Contrario a esto, cada año somos objeto de los mismos programas aislados de siempre, cuya única diferencia es la nueva envoltura que le da cada titular en las dos instituciones principales que suelen ejecutarlos. El resultado no se ha hecho esperar. Cada año se registra un aumento desmedido de los casos de asesinatos de mujeres, el fortalecimiento y arraigo de las causas que producen estos hechos, y un dolor permanente en las familias de ambos involucrados y toda la sociedad.
Pongamos dos ejemplos recientes. Desde el pasado 1 de noviembre, día en que cientos de hombres, bajo la coordinación del Ministerio de la Mujer, marcharon para hacer público su compromiso de detener la violencia contra la mujer, han sido asesinadas más de siete féminas. A solo dos días del lanzamiento de la campaña “Ni una más” por la Procuraduría, fue asesinada Geraldin Ivette Sánchez Baldera en la cercanía de su trabajo.
Estos casos, como aquellos que involucran la cifra de 80 mujeres asesinadas este año, resultaban totalmente prevenibles en el marco de las ejecutorias de todos los estudios difundidos por centros especializados y universidades, que coinciden en la necesidad de la puesta en marcha de un proyecto integral que vaya desde la transformación del lenguaje machista alusivo a la tortura y el maltrato, hasta una práctica de respeto hacia la mujer usando elementos disuasivos.
No sucede así en la realidad dominicana. En nuestra cotidianidad, continuamos con el fortalecimiento de expresiones que se ven tan sencillas como el hecho de llamar al órgano de reproducción masculino bate, tubo, rabo, macana, tranca, tabla, tolete, ripio, fuete, sable, cocote, maceta y otros calificativos con los cuales pretendemos, en una relación sentimental, dar “una pela” a nuestra pareja, dando paso con esto al dominio de la tortura. En el caso de la vagina, existen también decenas de calificativos.
Si en lugar de los esfuerzos disgregados como los puestos en marcha por la Procuraduría y el Ministerio de la Mujer, el Gobierno no se orienta hacia un programa común bajo el control de profesionales de la salud, sociólogos, antropólogos, científicos y otros especialistas con que cuenta el país, para estructurar una línea de trabajo orientada hacia la disminución de ese mal, las expectativas sobre este fenómenos no nunca serán satisfactorias.
En este esfuerzo no debe quedar fuera, por supuesto, una política social sostenible en el tiempo que vaya dirigida a disminuir los extresores psicosociales, tales como la falta de trabajo, seguro de salud, problemas económicos, problemas para inscripción de niños en la escuela o para ganarse el sustento diario, los cuales tienden a trastornar el núcleo familiar en la población donde predomina con mayor frecuencia la violencia intrafamiliar y que, por su naturaleza y amplitud, abordaremos en otro espacio.
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