Escrito por Leonel Fernández para el Listín Diario
Con la vejez ocurre una paradoja. Todos aspiran alcanzarla, pero una vez llegada a ella, se quejan de manera angustiosa. Alegan que ésta ha llegado más rápido de lo esperado, y de que los ha tomado de sorpresa. Afirman, también, que no hay ningún consuelo para endulzar una vejez necia.
Para eludir su connotación de pesadumbre, hasta le han cambiado el nombre. Algunos, para hacer su carga más ligera prefieren la expresión de envejecimiento. Otros, la de tercera edad; y en inglés se emplea un término bastante benigno y cordial: senior citizen.
A lo largo de la historia ha habido épocas en que no se ha tenido la debida consideración hacia los ancianos. Hace cerca de dos mil años, en la Sátira de Juvenal, el gran poeta latino, contemporáneo de Horacio y Persio, se leen frases como estas:
“Los ancianos son todos iguales: les tiemblan la voz y los miembros; ya sin pelo en el pulido cráneo. Tienen encías sin dientes para triturar el pan. Ya no oyen. A unos les duele el hombro; a otros los riñones, a otros el muslo. En cuanto al amor, hace mucho tiempo que lo han olvidado”.
Sin embargo, en lo relativo al papel político de la vejez, desde los tiempos de la República romana se ha depositado gran confianza en las personas de edad avanzada.
Así, el Senado, que durante varios siglos dirigió los destinos del pueblo en la península itálica, estaba integrado por hombres de edad, de gran experiencia, quienes podían asegurar la estabilidad política y el progreso de Roma.
El ejemplo más notable de esa época fue Catón el Viejo, quien murió a los 85 años, y fue un político activo y dinámico hasta que la muerte le sorprendió en pleno ejercicio de sus funciones.
INFLUYENTES EN LA VEJEZ
La historia cuenta que mientras Lucio Cornelio Sila, uno de los más notables políticos y militares romanos, decidió poner fin a su carrera política a los 59 años, su contrincante, Cayo Mario, se aferró al poder hasta su muerte, a los 71 años, luego de haber sido elegido Cónsul siete veces, algo sin precedentes en la historia de Roma.
Durante la época del Imperio, la vejez no fue impedimento para que algunas de las figuras más destacadas de ese momento alcanzaran a desempeñar el papel de emperadores.
Fue el caso de Tiberio, quien condujo a Roma hasta los 77 años; de Vespasiano, quien falleció a los 70; y de Nerva, quien fue escogido emperador a esa misma edad.
Pero, de igual manera, fueron los casos de Galba; de Septimio Severo; de Diocleciano; y de Constantino, todos los cuales asumieron la categoría de emperadores de Roma, al encontrarse en el eclipse de sus vidas.
En ese contexto, aparece la única obra latina dedicada, con carácter de exclusividad, a los ancianos. Se trata del opúsculo, Acerca de la Vejez, de Marco Tulio Cicerón, un genio de la oratoria, considerado como una de las figuras más notables de la política y la literatura.
En ese trabajo, escrito en forma de diálogo, como lo hacía Platón, el filósofo griego, aparece la figura de Catón el Viejo, de quien acabamos de hacer referencia y de los jóvenes, Escipión y Lelio.
Estos últimos le manifiestan a Catón la admiración que le tienen porque nunca dio la sensación de que para él fuese pesada la vejez, cuando para la mayoría de los ancianos resultaba tan odiosa que decían soportar una carga muy pesada.
Catón les responde diciendo que si suelen admirarle “es tan sólo porque sigue a la naturaleza, el mejor guía que hay, y la obedece. No es verosímil que ésta, habiendo escrito bien las otras partes de la vida, haya descuidado el último acto”.
Afirma que fue necesario que hubiese algún final, igual que ocurre con los frutos de la tierra, a causa de la maduración estacional, y que los ancianos deben aprender a sobrellevarlo con paciencia, pues de lo contrario, enfrentarse a la naturaleza sería como hacer la guerra contra los dioses.
Relata que muchas veces escuchaba las quejas de gente de su misma edad. Refiere que se lamentaban no sólo de estar privados de los placeres y de que la vida les resultaba vacía, sino que se sentían menospreciados por quienes con anterioridad se habían beneficiado de sus favores.
Frente a eso, Catón el Viejo reacciona, diciendo: “En todo ese tipo de quejas, la culpa no está en la edad, sino en las costumbres, pues los ancianos moderados, no exigentes y de buen carácter, pasan una vejez tolerable; en cambio el fastidio y el mal carácter resultan molestos a cualquier edad”.
Más adelante, añadió: “Las armas más adecuadas para la vejez son los conocimientos y la práctica de las virtudes, que cultivadas en cualquier edad, si has tenido una vida larga e intensa, producen frutos admirables, no sólo porque nunca te abandonan ni siquiera en el último momento de la vida (cosa que ya es de gran importancia), sino también porque la conciencia de una vida bien llevada y el recuerdo de las muchas cosas bien hechas son algo muy gratificante”.
CUATRO MOTIVOS
Luego de hacer esa hermosa apología de la vejez, Catón el Viejo se sumergió en una profunda reflexión, de la cual extrajo la siguiente aseveración: “Cuando lo medito en mi interior, encuentro cuatro motivos por los que la vejez puede parecer miserable. La primera, porque aparta de las actividades; la segunda, porque debilita el cuerpo; la tercera, porque priva de casi todos los placeres; la cuarta, porque no está lejos de la muerte”.
En cuanto a la primera, responde que las cosas grandes no se hacen con las fuerzas o la rapidez, o agilidad del cuerpo, sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión; cosas de las que la vejez no sólo no está huérfana sino que incluso suele acrecentarlas.
Admite que con la edad la memoria disminuye, pero que eso es relativo, ya que nunca escuchó decir que algún anciano había olvidado el lugar en el que había escondido su tesoro; así como quién les debe o a quién ellos deben.
Para Catón, la temeridad es cosa propia de la edad que florece, y la prudencia, de la que envejece. Se llega a viejo aprendiendo algo cada día; y viviendo mucho tiempo uno ve hasta lo que no quiere ver.
Lo único verdaderamente miserable en la vejez, es sentir que en esa edad uno mismo es odioso para el otro.
Pero, respondiendo a su segunda inquietud, manifiesta que la vejez es honorable si ella misma se defiende; si mantiene su derecho; si no es dependiente de nadie y si gobierna a los suyos hasta el último aliento.
Alaba la vejez que está bien asentada sobre los cimientos de la juventud. Asimismo aprueba a un joven que tenga algo de viejo que a un viejo que tenga algo de joven. Ni las canas pueden proporcionar autoridad de repente, sino que es la vida anterior vivida honestamente la que recoge los últimos frutos de la autoridad.
Ante la insinuación de que la vejez carece de placeres, responde con un circunloquio. Argumenta que se trata de cosas de las que la vejez, aun sin tenerlas en abundancia, tampoco está privada del todo.
Por ejemplo, alega que del mismo modo que el que asiste al espectáculo en la primera fila se recrea, el que está en la última también se divierte. Así la juventud quizá goza más porque contempla los placeres de cerca, pero también la vejez disfruta de ellos lo suficiente aunque los vea de lejos.
Su conclusión es lapidaria. Indica: “¡Cuánto valor tiene que el espíritu, licenciado ya del servicio del deseo, de la ambición, de la rivalidad, de las enemistades, de todas las pasiones, esté consigo mismo. Si, además, tiene, a modo de aliento, algo que estudiar o enseñar, nada hay más agradable que una vejez ociosa”.
Con respecto al tema de la muerte, el cuarto aspecto de reflexión, su respuesta es de una simplicidad pasmosa: “Cada uno debe contentarse con el tiempo de vida que le ha sido dado. Por breve que sea ese tiempo, es bastante largo para vivir bien y con honestidad”.
Cuenta la leyenda que en cierta ocasión se le preguntó a Isócrates, el orador y educador griego, por qué razón, acercándose ya al centenario de su natalicio trabajaba tanto, a lo que respondió:
“No tengo de qué acusar a la vejez”.
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