Julio iglesias, a toda fuerza de voluntad en pie.

Cuando no habíamos reaccionado sorprendidos por el Grammy premiando el medio siglo de Julio Iglesias en la canción, va y nos da otra sorpresa. Casi diríamos que desagradable. Todavía no se comprende ese desprecio al reconocimiento más importante de su música que anteriormente merecieron Elvis, Sinatra, los Beatles, Barbra Streisand, Aretha Franklin y Michael Jackson, entre otros ídolos. Nadie comprende el desapego del español a semejante reconocimiento, y su extraña «espantá» disparó nuevamente el rumor de que está mal de salud. Algo que funciona incluso para bien. De otra forma, no se entiende que se haya negado a presentarse en una gala retransmitida para 30 millones de personas. En todo caso, no es ninguna sorpresa el bajón físico de Iglesias, porque en los dos últimos años, principalmente, han sido frecuentes y casi molestos sus problemas y anulaciones. Las personas de su círculo próximo lo achacan a las molestias musculares que tiene, particularmente en la espalda, algo que no es nuevo y que lo acompaña desde sus 20 años. Muchas veces se mantiene en pie por su fuerza de voluntad y, de hecho, en el último concierto que dio en Cataluña tuvo que apoyarse de forma ostensible en los decorados sin casi poder caminar sobre el escenario. Lo de ahora imaginamos que debe de ser consecuencia de esos trastornos circulatorios ya conocidos.
Conociendo a Julio, podría mal pensarse que le fastidió que entre los méritos figurasen sus 75 años, cumplidos el pasado 23 de septiembre. Sería la única explicación injustificable. Por eso, la prensa estadounidense le ha atizado fuerte, cosa lógica y que hace esperar futuras reacciones igualmente negativas para él, que siempre decía que su máxima aspiración era triunfar entre el público norteamericano tras hacerlo en casi todo el mundo como ningún otro latino lo había logrado. Algo debió pasar para tal reacción de quien es muy caprichoso, cosa que sabemos los que lo conocemos bien. Es mi caso. Tuvimos una relación amistosa desde el tiempo en que en este país solo lo defendía yo a través del «Protagonistas» de Radio Nacional. ¡Qué época aquella! Julio era muy diferente al devorador de escenarios actual, un muchacho tímido que casi se quedaba petrificado cuando salía a escena. De ahí que cuando nos representó sin mucho éxito en Eurovisión con «Gwendolyne» le hicieron un traje de terciopelo turquesa con los bolsillos sin abrir, para así evitar que metiera las manos por no saber qué hacer con ellas. El truco resultó y, desde entonces, Julio se convirtió en imprescindible en Europa, al principio cantando en el Olympia de París y en el Royal Albert Hall londinense, aunque eso no le privase de participar en la Expo de Sevilla. Desde que salió casi me convertí en su sombra porque, trabajando para el Grupo Zeta , su propietario estaba subyugado por el encanto que Julio desprendía pese a su sosería y me mandó seguirlo. De hecho, Luis del Olmo y yo habíamos organizado conjuntamente los dos conciertos benéficos que Julio ofreció primero en Barcelona, en el Camp Nou, y luego en Madrid, en el Bernabéu.
Triunfó primero fuera, donde, entre nosotros, siempre recibía críticas a su estatismo, aunque valorasen más su estilo interpretativo. «Yo quiero ser el Gilbert O’Sullivan español», solía repetirme, quizá para llegar a creérselo y sin imaginar cómo triunfaría mundo adelante. Al principio, y por su matrimonio con Isabel Preysler –con la que tuvo tres hijos, Chábeli, Julio José y Enrique–, sus premieres estaban llenas de vips: Don Juan de Borbón realzó su debut en el neoyorquino Radio City Hall y la Preysler, entonces su esposa, el debut del Olympia, donde estuvo acompañada por Carmen Martínez-Bordiú y Cary Lapique. La noche casi acaba en drama porque, más pendientes de comprar que de ver lo que para ellas era tan conocido y por eso no le daban credibilidad, llegaron a sus butacas mediada la segunda parte. Eso nos permitió descubrir al final que el auténtico carácter de Julio no era tan apacible como pretendía hacer creer. A Isabel le dijo de todo menos bonita y el resto no levantó los ojos del suelo entendiendo tal cabreo.
De egipto a la casa blanca
También fui con él a Egipto cuando en Alejandría cantó para el entonces presidente Anwar el-Sadat, que sería asesinado justo un mes después, y no me perdí su audiencia en la Casa Blanca, donde cantó para Reagan, que estaba acompañado del presidente francés, ya admirador del medio gallego. Presumía de que los principales mandatarios mundiales eran sus «fans» y no quedaba en solo palabras: luego estaban en sus actuaciones personales. Y mientras crecía su fama a nivel mundial, la música lo alejaba de Isabel que, tras siete años juntos –es un decir que era un truhán y un señor–, decidió dejarlo. Lo hizo telefónicamente porque él actuaba en Argentina y, sin afectarse físicamente, ella le soltó un chorreo. Fue inesperado y entonces inexplicable: «Julio, voy a dejarte, estoy harta de esta vida y de estar siempre sola». Dicen los muy enterados que lo hizo, parece, aconsejada por su –en aquella época– íntima Carmen Martínez-Bordiú, entonces duquesa de Cádiz, que le abrió los ojos a quien no se enteraba mucho de qué iban los españoles.
Vino casi directa desde su Filipinas natal y vivía como en una burbuja que se rompió con la disolución del matrimonio. Ella en seguida repitió el «sí, quiero», de forma casi continua: se lo dio a nuevos maridos hasta cuatro veces y ahora mantiene un romance con el premio Nobel Vargas Llosa.
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