NUEVA YORK — Durante dos años no viste a tus amigos como acostumbrabas. Extrañaste a tus compañeros de trabajo, incluso al barista que veías de camino a la oficina.
Estabas aislado. Todos lo estábamos.
Esto es lo que los neurocientíficos creen que ocurría en tu cerebro.
El cerebro humano, que ha evolucionado para buscar la seguridad en los grupos, registra la soledad como una amenaza. Los centros neuronales que vigilan el peligro, entre ellos la amígdala, se activan de manera exagerada, provocando la liberación de las hormonas del estrés de “lucha o huida”. El ritmo cardiaco aumenta, la presión arterial y el nivel de azúcar en la sangre se incrementan para proporcionar energía en caso de que la necesites. El cuerpo produce más células inflamatorias para reparar los daños en los tejidos y evitar las infecciones, y genera menos anticuerpos para combatir los virus. Inconscientemente, empiezas a ver a los demás un poco más como posibles amenazas —fuentes de rechazo o apatía— y menos como amigos, remedios para tu soledad.
Y en un giro cruel, tus medidas de protección para aislarte del coronavirus en realidad pueden hacerte menos resistente a él, o menos receptivo a la vacuna, porque tienes menos anticuerpos para combatirlo.
Durante dos años, la ciudad de Nueva York, donde un millón de personas viven solas, fue un experimento sobre la soledad: nueve millones de personas aisladas con celulares y servicios de entrega a domicilio las 24 horas, apartadas de los lugares donde solían reunirse. Los terapeutas estaban saturados, incluso cuando decenas de miles de neoyorquinos lloraban la muerte de un mejor amigo, un cónyuge, una pareja o un padre.
Para Julie Anderson, directora de documentales, el dolor se manifiesta todos los días a las cinco de la tarde, la hora en que solía pensar en cenar con amigos, planes para la noche que ahora se reducen a ver la televisión sola. Stephen Lipman, artista plástico del Bronx, lo siente en las horas muertas, que antes eran un momento muy apreciado para trabajar en su arte y ahora están vacías de ideas o motivación. Eduardo Lazo, cuya esposa murió de cáncer de páncreas a principios de la pandemia, lo siente a cada minuto, como el fin del mundo que crearon juntos.
“¿Quién no ve el suicidio como una opción en esa coyuntura de la vida?”, preguntó. “Pero soy creyente, y eso acabaría con cualquier posibilidad de estar con mi mujer o mis seres queridos cuando muera. No puedo poner en peligro esa posibilidad”.
Robin Solod, que vive sola en el Upper East Side de Manhattan, pensaba que era una candidata poco probable para sentir soledad.
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