Isabel II ha fallecido este jueves a los 96 años, en su residencia de Balmoral y rodeada por toda su familia, según ha anunciado el palacio de Buckingham. “La Reina ha muerto en paz en Balmoral esta tarde. El Rey [Carlos de Inglaterra] y la Reina Consorte [Camilla Parker-Bowles] permanecerán en Balmoral esta tarde y regresarán mañana a Londres. Jueves. 8 de septiembre de 2022″, ha señalado un sobrio comunicado sobre fondo negro en la página oficial del palacio.
“La muerte de mi querida madre, Su Majestad la Reina, es un momento de enorme tristeza para mí y para todos los miembros de mi familia. Lamentamos profundamente la muerte de una Soberana querida y una madre muy amada”, ha dicho el nuevo rey, Carlos III, en su primer comunicado oficial como monarca.
La salud de la reina más longeva y popular del Reino Unido comenzó a declinar desde que muriera, en abril de 2021, su esposo, Felipe de Edimburgo. La monarca pudo presenciar en primera persona las celebraciones en todo el país en julio por sus 70 años de reinado —el Jubileo de Platino—, e incluso estuvo en condiciones, esta misma semana, de recibir en su residencia escocesa al primer ministro saliente, Boris Johnson, y de encargar a su sucesora, Liz Truss, la formación de un nuevo Gobierno en su nombre. Era el decimoquinto primer ministro que recibía una monarca que ha sido parte fundamental de la historia británica de la segunda mitad del siglo XX y de las dos primeras décadas del XXI. A pesar de las tormentas y contratiempos vividos por la Casa de los Windsor durante este tiempo, la popularidad de Isabel II se mantuvo robusta hasta el final de lo que los historiadores definen ya como la “segunda era isabelina”.
Fueron necesarias décadas de templanza, moderación, aprendizaje, torpezas corregidas y un anacrónico pero necesario sentido del deber para que Isabel II fuera la parte indispensable del paisaje de la que ningún británico estaba dispuesto a prescindir. Ella fue la razón de que una artista tan gamberra y provocadora como Tracey Emin, cuya obra de arte más conocida es una cama revuelta con las sábanas manchadas, se declarara una “monárquica secreta”. O de que Vivienne Westwood, la diseñadora británica de moda asociada a la estética del punk y de la new wave, declarara, como millones de mujeres en todo el mundo, ser “muy fan” de la reina.
Isabel II, el símbolo universal de lo que representa una casa real europea, fue la demostración más evidente de que la supervivencia de la institución monárquica depende siempre de la personalidad de quien ostenta la corona. Y la suya fue una combinación perfecta de tradicionalismo, invisibilidad, liturgia, modernidad en pequeños sorbos y una delicada neutralidad constitucional que logró el respeto de los 15 primeros ministros, conservadores y laboristas, que gobernaron en su nombre.
Clement Attlee, el socialdemócrata que construyó el Estado del bienestar en el Reino Unido y quitó a los suyos las ganas de flirtear con los sentimientos republicanos, escribió que “todos los monarcas, si están preparados para escuchar, adquieren a lo largo de los años un considerable inventario de conocimiento sobre los hombres, y sobre los asuntos humanos. Y si tienen además buen juicio, son capaces de ofrecer buenos consejos”. Setenta años de reinado proporcionaron a Isabel Alejandra María, la primogénita de Jorge VI e Isabel Bowes-Lyon, nacida en Londres el 21 de abril de 1926, la experiencia suficiente para seducir y granjearse el respeto de egos descomunales como Winston Churchill, Margaret Thatcher, Tony Blair o Boris Johnson.
El tiempo jugó a favor de Isabel II, porque a medida que fueron pasando las décadas de su reinado, la monarquía británica fue perdiendo sus poderes discrecionales para convertirse en una institución más reglada y limitada. Heredó un imperio y se convirtió a los 25 años en la clave de bóveda de su arquitectura constitucional. Acabó siendo la representación visible y el anhelo de estabilidad y unidad de un país fragmentado. Con sus poderes ampliamente reducidos, pero con una influencia sobre el devenir de los británicos difícilmente alcanzable por cualquier figura política. En 1956, con la dimisión del primer ministro Anthony Eden; o en 1963, con la dimisión de Harold Mcmillan, la reina pudo ejercer su poder de designar un sucesor. En 1965, al imponer el Partido Conservador su propio método de elección interna de líder, quitó a la monarca esa prerrogativa. Afortunadamente, sugirieron los historiadores. “La monarquía se benefició de todas estas restricciones en los poderes de la reina, porque todo ejercicio de discreción tiende forzosamente a ser polémico”, defendía el profesor Vernon Bogdanor, el constitucionalista británico más prestigioso, en la conferencia que impartió en el Gresham College en 2016 para celebrar los 90 años de Isabel II.
El 6 de febrero de 1952, Jorge VI murió en la cama, a los 56 años. El hombre cuya tartamudez y ataques de ira le prefiguraban como un rey imposible; el joven que lloró en los hombros de su madre cuando el destino le impuso una responsabilidad inesperada; el monarca que se granjeó el respeto de los británicos al sufrir junto a ellos, en Londres, el bombardeo alemán de la II Guerra Mundial, había dispuesto que su primogénita, Isabel, tuviera la preparación constitucional para ser la reina que él nunca pudo tener. No solo aprendió de tutores particulares como el rector del prestigioso y elitista colegio de Eton, Henry Marten, los usos y costumbres parlamentarios de Gran Bretaña —como comprobaron con asombro varios de los primeros ministros con quienes despachó—, sino que memorizó de principio a fin la biblia a la que también se aferraron su abuelo, Jorge V, y su padre, para entender el difuso pero trascendental papel de la corona británica: The English Constitution (La Constitución Inglesa), el ensayo escrito por Walter Bagehot, legendario director del semanario The Economist. Defendía Bagehot que la Constitución —no escrita— de Inglaterra (en 1860 todo lo británico era inglés, y todo lo inglés, británico) tenía dos ramas: la solemne y la eficaz. Al Gobierno, al Parlamento y a la Administración correspondía la segunda. A la monarquía, “que simbolizaba al Estado a través de la pompa y la ceremonia”, le correspondía la primera.
Isabel II accedió al trono lejos del Reino Unido. Se enteró en Kenia de la muerte de su padre. Realizaba la primera etapa de una larga gira junto a su esposo, el duque de Edimburgo, por varios países de la Commonwealth. En la noche anterior, dormían ambos sobre la copa de una gigantesca higuera en el Parque Nacional de Aberdare. “Por primera vez en la historia de la humanidad, una joven subió a un árbol como princesa y bajó al día siguiente como reina”, escribió el naturalista británico Jim Corbett, que se hospedaba por entonces en el mismo hotel.
La noticia cambió su vida, pero, a diferencia de Jorge VI, ella ya estaba preparada para su destino. “Ante todos vosotros declaro que mi vida entera, sea larga o corta, estará dedicada a vuestro servicio, y al servicio de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos”, había dicho la princesa por radio desde Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, un 21 de abril de 1947, al cumplir 21 años. Esa “familia imperial” se ha ido disolviendo durante los años más en una comunidad cultural y sentimental de naciones que en una organización internacional con voz y peso propio. Pero ha sido sobre todo la figura de Isabel II la razón última para que países como Canadá o Australia, de naturaleza republicana, mantuvieran a la reina como su jefa de Estado.
La Casa de los Windsor ha tenido sus abundantes raciones de drama. Y entraba dentro de lo normal que el drama familiar se convirtiera en nacional. Como la abdicación de Eduardo VIII, más tarde el duque de Windsor, por su amor a la divorciada estadounidense Wallis Simpson. O el romance imposible de la princesa Margarita, hermana de la reina, con el capitán Peter Towsend, héroe de guerra. En ambos casos,
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