Diez años antes de participar en la escritura de su serie, propuse a varios editores de revistas un ensayo sobre Luis Miguel: el mundo que lo rodeaba en los ochenta y las tendencias –de hablar, de vestir, de ser– que el famoso cantante impuso. Me parecía que en México hacía falta abordar a nuestras figuras pop sin ánimo de escarnio. Luis Miguel –ícono involuntario de los “Mirreyes”, intérprete que ha atravesado tantas facetas, mezcla irrepetible de estilos, nacionalidades y culturas– era el artista natural para ese análisis. Ninguna revista se interesó. Los tiempos cambiaron. Escribir para la serie fue una forma de reivindicar aquella curiosidad inicial: abordar a Luis Miguel como ser humano, cantante, ídolo y figura emblemática de una época en México y, claro, en mi propia vida.
Los cuartos de escritores deben funcionar como una mezcla de talentos, obsesiones e intereses. El cuarto de Luis Miguel, que duró casi cuatro meses antes de que los guiones quedaran en manos de Susana Casares y yo, fue sin duda así. En nuestro caso, como en el del propio Luis Miguel, también se mezclaban nacionalidades, para poder dar voz a los personajes argentinos, mexicanos y españoles de la serie.
Conforme pasan los días y las semanas, cada guionista se va asentando en su rol, procurando sacar provecho de sus habilidades: hay quienes saben cómo intercalar las escenas y darle forma a un episodio, otros que tienen el don de la continuidad y del hallazgo oportuno de huecos en la trama, algunos que son capaces de solucionar hasta los peores embrollos con una sola idea.
Para muchas de estas tareas yo no era el más preparado. Mi ventaja comparativa, supongo, fue haber sido un auténtico fan de Luis Miguel. Me tocó muy de cerca su auge, a finales de los ochenta y principios de los noventa, dentro de mi círculo social. Mi abuelo ponía discos con sus boleros, mi hermano me llevaba a sus conciertos y yo escuchaba Aries en mi walkman. Mientras mis compañeros de la primaria se cortaban las venas por Kurt Cobain, yo –¿para qué negarlo?– me sabía de memoria hasta las menos afortunadas canciones de Busca una mujer (vuelvan a oír “Pupilas de gato” para saber de qué hablo).
Nada de esto implicaba que yo supiera más que el vecino sobre la vida privada del cantante. Antes de arrancar el proyecto ignoraba los pormenores de la relación con su padre, su noviazgo con X o su amorío con Z. Mi vínculo con él era meramente musical, aunque admirara su barniz cosmopolita: Luis Miguel iba y venía de la mano de modelos, actrices y princesas, lo fotografiaban en la alfombra roja de los Óscares y cantaba con Frank Sinatra. Era la antítesis de ese México medio premoderno e insular. Luismi había llegado antes que su país al primer mundo.
Sabemos lo que pasó después: México nunca dio el brinco hacia el primer mundo y Luis Miguel se dedicó a cantar más o menos lo mismo. Le perdí la pista al cantante que sacaba su cuarto disco de boleros, pero no olvidé al que, en ese México previo a 1994 –a la devaluación, el asesinato de Colosio y el derrumbe de Salinas–, parecía encarnar el inminente arribo de un país de exportación. Escribiendo la serie pensaba mucho en eso, en el mundo de aquel intérprete como una suerte de Arcadia. Arcadia que, en mi caso, no es otra cosa que mi niñez. Ese fue mi vínculo afectivo con el material y uno de los motivos por los que me entusiasmó cada uno de los nueve capítulos que escribí, solo o en conjunto con mis compañeros.
Ayudó, claro, que rápidamente notara la seriedad con la que el resto del equipo se involucró en la serie: los actores, los productores, los directores y absolutamente todos los encargados de llevar el proyecto a cabo. Nunca olvidaré nuestra primera visita a los sets, donde Nicolas Scabini había colocado decenas y decenas de revistas de la época como inspiración para darle verosimilitud a aquella década. Para los escritores esa búsqueda de autenticidad implicó volvernos expertos en el personaje: aprendernos de memoria su biografía, la historia de sus compositores, mánagers y productores, así como la fecha de lanzamiento de todos sus discos, por no hablar de sus conciertos, giras, entrevistas, premios y festivales. La idea era montar una ficción sobre los andamios de lo real. Antes que nuestra imaginación, la respuesta a cualquier pregunta estaba en la vida de El Sol.
Quisimos crear una suerte de álbum de los ochenta, con todo lo que ese vistazo al pasado implica: el PRI y sus usos y costumbres, el papel de Televisa, los programas de chismes y la cultura pop de aquel entonces. Ayudó que en el camino de Luis Miguel se cruzaran políticos, músicos, actrices de telenovela, faranduleros, empresarios y socialités. El propósito fue crear un remanso –dramático, pero también nostálgico y, ante todo, musical– en un panorama televisivo infestado de violencia, pero sobre todo en un país convulso que quizás necesita ese solaz… aunque incluya al villano mayor, Luisito Rey.
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